martes, 26 de marzo de 2013

Bitácora. Parte III. Baviera.

Llegada a la estación de autobuses de Múnich a la 1:00 AM. Mi tren a la Baviera salía 5 horas después, tocaba dormir en los ándenes muniqueses, la experiencia más fría de mi vida. -5 grados a campo abierto, húmedad cero. Conseguí enchufe por dos horas, baterías cargadas. Yo, devastado. Un Red Bull y un perro caliente me ayudaron para mantenerme despierto.

El destino era el Castillo de Neuschwanstein, aquel de los cuentos de Disney. La ruta normal era un tren a Fussen y un autobús de 5 minutos. Mi ruta, por tiempo y dinero, era un insulto a la lógica. Mi primer tren iba a Weilheim, suburbio muniqués, de allí trasbordo a Peißenberg, aldea bávara en el medio de la nada. En Peißenberg tenía que tomar un autobús de 80 minutos, sin idea de alemán, sin idea de donde estaba la parada. Le había escrito un correo al ayuntamiento de Peißenberg indicándoles mi itinerario, para ver si alguien me orientaba. La sorpresa de mi vida:

Me bajo en la estación de Peißenberg y dos señores se me acercan a medida que uno dice 'Excuse me sir!' en perfecto Inglés. Eran el alcalde de Peißenberg y un lingüista que trajeron de Múnich. Reconocerme era fácil, era el único que se bajaba allí y ellos sabían a que hora llegaba. Me llevan hasta la parada del bus y me enseñan lo poco que había de pueblo. Fui el primer turista de la historia de Peißenberg, aldea que mola. Me ofrecieron casa cuando volviera a Peißenberg. Flipaban conmigo, creo que si voy con más gente, me regalan las llaves de la ciudad. Me regalaron además un bocata para el camino, de salchicha con una especie de mostaza. No sé que salsa llevaba, pero era le mejor salsa que probé en mi vida. Muy enamorado de Peißenberg, es increíble.

Me monto en el Bus hacia Neuschwanstein, todos se me quedan viendo al entrar cuando intenté hablar Inglés al conductor. El trayecto es impresionante. Al principios son aldeas bávaras y todo verde, casas de madera. Después, obtuve la impresión de que el autobús ascendía en altura, bosque conífero, todo cubierto de blanco y empezaba a caer la nieve.

En ese tipo de momentos agradezco ser un GPS humano, capaz de memorizarme un mapa en segundos y de orientarme en cualquier lugar del mundo como una perfecta brújula humana.

Llegaba a Hohenschwangau, la aldea al pie de Neuschwanstein. Compraba mi ticket y el castillo estaba a unos pasos, se imponía sobre la montaña. Habían 3 formas de subir. En carruaje, para los más pijos. En autobús, para la gente normal. Subiendo una pendiente de 2 kilómetros con lluvia y lodo, para aquellos que están mal de la cabeza. Por supuesto, me decidí por la tercera.

El tour del castillo dura una media hora y no es la gran cosa. Lo increíble son los paisajes, cubiertos de nieve y el castillo enclavado en el monte en el medio de la Baviera. Al final del tour enardeció la nevada y la bajada por la pendiente se volvió un desafío de alto riesgo. Los huecos de mis Converse jodían bastante. La nevada era fortísima pero el frío no tenía comparación con el de Múnich, vivo ejemplo de la comparación entre frío seco y frío húmedo.

La comida Bávara era increíble! Perros calientes y hamburguesas flipantes, pero de las que son de verdad, las casaeras y que me gustan, no como las que sirven el Burger, no como las que usan para criar a la sociedad americana. Y la cerveza era indescriptible.

Volvía a Hohenschwangau, autobús a Fussen y par de trenes a Múnich. Par de horas y de vuelta a la capital bávara. El primer tren fue anestésico, dormí desde que me senté hasta que sonó el despertador. El segundo tren fue brillante, los calentadores hervían y los utilicé para secar los zapatos y las medias. Con los pies un poco más secos, o más bien menos húmedos, llegaba de vuelta a Múnich.

Ducha rápida en los baños de la Hauptbahnhof (Estación central) y a recorrer Múnich. El sol había salido en la Baviera, eso sí que no estaba en los planes de nadie.

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